En 1960 el artista suizo Jean Tinguely construyó una máquina suicida en la entrada del MOMA de Nueva York. Satirizando la superproducción industrial de los años 50, toma todos los productos de desecho de una sociedad opulenta, los ensambla, los mecaniza y hace de ello arte; luego, para renegar de si mismo y de la era de la reproductibilidad técnica, establece un dispositivo de autodestrucción. Su máquina, un trasto inmenso, se destruyo a sí misma en un acto performativo de suicidio consciente. Para Tinguely la máquina era el performer. Unos 250 espectadores asistieron al evento (eso sí, la creme de la creme estaba allí reunida), en el que una construcción de 27 pies de alto, pintada de blanco culminó su desaparición tras una hora y media de convulsiones mecánicas. La inmensa escultura se incendió y tras la actuación del ilustre cuerpo de bomberos newyorkino hubo de ser rematada a base de hachazos.
La institución arte, a decir de Peter Bürger, enmarca las convenciones estéticas pero no las constituye. Si la vanguardia histórica se centra en lo convencional, la neovanguardia se centra en lo institucional. Podríamos pues leer el gesto suicida de la máquina de Tinguely como una aproximación a un terreno entre vanguardista, rupturista de los lenguajes escultóricos que integra en su producción todo aquello que queda fuera de la denominación artística cuestionando el arte y sus convenciones, la vida burguesa y sus convenciones y el triunfo de la máquina y su vanagloria y, además, podríamos leerlo como neovanguardista en el sentido de una clara crítica institucional. Nada de lo que pasó allá habría de ocupar lugar, según el artista. Obviamente sí ocupará lugar; como todo performance, y esto lo fue, aunque de una máquina. Quedará el registro, se preservaran los bocetos y los sonidos, muchos visitantes tomaran su pedacito de historia en el bolsillo y lo expondrán en su casa, tal vez deseosos de revalorizar un cachito quemado de hierro retorcido en un futuro no muy lejano.
La pieza de Tinguely abre la brecha a la desmaterialización de la escultura, del arte todo. Reivindica lo performativo y también, como la vanguardia, lo contextual. Pero fracasa en el mismo gesto, pese a si mismo y gracias, o no, a la historia. Muchos otros, y no sólo Landy, han optado por quemar toda su producción en aras de una renovación radical en sus lenguajes. Arroyo quemó todos sus cuadros, para luego, seguir pintando. Baldesari quemó todas sus abstracciones, para luego anclarse en una objetualización más sofisticada de sus ideas pero objetualización al fin y al cabo. ¿Y a nosotros, como artistas, qué nos queda? ¿Aprender un hilo discursivo para, al cabo de un largo tiempo de aprendizaje, quemarlo todo, renunciar a un credo impostado para adherirnos a otro nuevo, quizá, igualmente impostado?
Desde los 60 a los artistas les ha dado por quemarlo todo, o por enviar millones de cartas con retorno, o por llamar por teléfono todo el rato. Algunos han adquirido infinidad de personalidades jugando a la multiplicidad de identidades, muchos recrudecerán sus posturas políticas, otros emplearan su propio cuerpo como campo de experimentación, varios les dará por lo campestre. Todos, sin embargo, documentan, preservan y graban cada idea que se les pasa por la cabeza, por nimia que sea. Esta obsesión conservadora se materializará en algún lenguaje más o menos agraciado, verbal, gestual, espacial, objetual, sonoro, sugerente o zafio … al final parece ser que hacer arte, hasta la fecha, no ha sido más que hacer preguntas, plantear retos e intentar resolverlos, de algún modo material o inmaterial, de la mejor manera posible, por muy estrafalaria que pudiere parecer. Pero, nos planteamos nosotros, ¿por qué la pregunta o el reto o el problema o lo que sea debe de salir de una sola cabeza? ¿por qué no comenzar a pensar que uno solito hace más bien poco? ¿por qué no intentar un arte de todos y para todos?
Si como diría Spinoza, “nadie en soledad es lo suficientemente fuerte como para defenderse a si mismo”, entonces, ¿cómo puede un artista trabajar desde la soledad? ¿cómo puede el mito romántico seguir funcionando? ¿qué deben o deberían hacer los artistas?, no será, como afirmaría Albert Camus, el artista el hombre con el menor derecho posible a la soledad, contrario a la más habitual presunción. No hay arte sin comunicación, el arte no puede ser un monólogo. Nosotros, aun desde la academia, hemos querido trabajar desde la conciencia de la inutilidad de la esta soledad, por muy heroica que nos la vendan, hemos trabajado todo un año desde la idea de activación, buscando hacer de nosotros mismos sujetos activos capaces de gestionar nuestra propia realidad y hemos trabajado desde la idea de la autoría compartida. Durante todo un año hemos debatido, buscado, argumentado, recibido invitados, planteado problemas y hablado, hablado, hablado y hablado.
Ahora proponemos la participación total al hacer públicas intervenciones públicas tratando temas de interés público. Aquí comienza pues “aceitunas para todos”, o aceitunas gratis, una suerte de propuesta que quiere ser libre y no comercializable
PD: Comando Arte está compuesto por; Claudia Alonso Sánchez, Isabel María Campillo Ruiz, Kyriaki Chorianopoulou, Asterio Díaz López, Eugenia Hernández Dávalos, Diego José Jiménez Bedia, Dafni Malliara, Cristina Muñoz López, Josefa Navarro Balibrea, Susana Roca Ros, Raquel Rodado Martínez, Agueda Salinas Muñoz, Juan Antonio Sánchez Lujan, Juan Carlos Sánchez Palacios, Ana Isabel Torres Vaquero y Gloria G. Durán
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